sábado, 13 de junio de 2009

Fuimos sintiendo alivio, pudiendo mostrarnos tal como somos. Sonreíamos por las mismas cosas. Nuestros ojos y el resto del cuerpo empezaba a darnos un boceto, cada vez más perfecto, de todo aquello, que con palabras, no podíamos decir.
Para fines de Agosto, manteníamos dialogo fluido.
Había pasado, no mucho más de dos meses de su estadía en casa, y una de las últimas tardes que quedaban por compartir, aceptó la invitación, que le había propuesto unos pocos días antes y, cuando casi recién llegada a casa, de conocer Claromecó, una playa cercana a mi ciudad.
Intuí que ya no iba a decirme que sentía frío, estábamos listas para ir a cualquier lugar, era eso, convivíamos con la sonrisa cómplice, y con cualquier gesto, que comúnmente, es fácil leer en una amistad consolidada.
Era una tarde hermosa, especial para poder sentarnos frente al mar. Solo quedaban cuatro días para dejar de vernos la cara, horrible sensación.
Una vez acomodada y limpia la cocina, llevamos a Horacio a su trabajo, Benjamín quiso quedarse en casa con un amigo.
En una combi, gentilmente prestada por mi padre, partimos rumbo a la playa.
Un canasto, conteniendo termo con agua caliente, elementos necesarios para preparar mate, música y las cámaras de Maki, era todo nuestro equipaje.
La ruta iluminada por el sol que prefiero para ver el campo cuando viajo, ese sol de comienzo de primavera, tibio, escenario perfecto.
Ella sacaba fotos todo el tiempo, yo imaginaba que nos estábamos yendo por una larga temporada, es lo que en general imagino desde que era adolescente, cada vez que tengo buena compañía, y ruta, y música, y sol.
Por momentos me reía sola, viéndome donde estaba, en una combi donde el espejo retrovisor me devolvía tres filas de asientos vacíos, conmigo al volante, pensándome ciudadana de un lugar tan alejado de tantas cosas, y acompañada de una chica japonesa de Japón.
Situación que jamás hubiera imaginado posible para mí.